martes, 15 de diciembre de 2009

EL ORADOR SILENCIOSO. El cuento de la semana.

Thomas Doe miró por la ventana de su habitación, y tras comprobar que no llovía, se colocó un viejo abrigo raído, cogió la caja azul de plástico que le había dado hace dos días el frutero, y salió por la puerta.

Cuando la señora Flaherty le saludó, ni siquiera se percató, ensimismado como iba en la elaboración de su discurso. Ese discurso en el que había estado trabajando minuciosamente desde hacía meses, que había ido memorizando semana tras semana, y que estaba seguro cambiaría su vida en el momento en el que pudiera comunicarlo.

Al subir al metro, y tras comprobar con una rápida mirada el número de paradas que le quedaban, comenzó a repasar minuciosamente cada una de las partes de su discurso. Durante el trayecto, examinó una por una las posibles preguntas que quizás alguien pudiera plantear a su propuesta, pero con cada una de estas imaginarias preguntas, acudían a su mente todas las respuestas...

Estos últimos meses habían sido muy duros para Thomas. Con la lectura en la biblioteca de los más diversos libros sobre el tema en cuestión, acompañaba una anotación y esquema de todos ellos. Después de abandonar la biblioteca, Thomas no descansaba. Se planteaba una y otra vez, durante los días, tardes, y hasta bien entrada las noches, el modo en el que su mensaje pudiera llegar al mayor número de pesonas, de que sus palabras pudieran tener un eco entre sus semejantes.

Porque sabía que si alguien compartía lo que Thomas quería transmitir, encontraría por fin un alma gemela, un verdadero amigo en el pleno sentido de la palabra. Porque si alguien entendía la verdad de lo que Thomas Doe iba a expresar, y asi esperaba él que ocurriera, las barreras que imponía la sociedad entre él y el resto del mundo, se romperían para siempre.

Thomas decidió hacer un cambio en su trayecto y bajar en la parada de Hyde Park, en lugar de la de Marble Arch. Podía dar un pequeño paseo por el parque hasta llegar a Speaker's Corner, la esquina de los oradores. Sabía que en aquel lugar habían hablado personajes célebres, históriscos según los definiría Thomas, y sonreía al recordarlo, ya que en su interior, no albergaba duda alguna de que si alguien pudiera grabar o transcribir su discurso, lo situaría al lado de tan ilustres oradores.

Cuando las puertas del metro se abrieron y Thomas salió a la calle, la caja azul le pesó como si arrastrara la cadena de un reo. Un miedo repentino le asaltó de repente hasta el punto de hacerle pensar en dar media vuelta y volver a casa.

¿Y si nadie comprendía la importancia de su discurso? ¿Y si nadie se fijaba en lo que Thomas estaba dispuesto a ofrecer a su audiencia? Él lo había simplificado cuanto había podido. Pero sabía que eso no bastaba. Pensó en el más grande de los oradores, en cómo a pesar de entregar un mensaje tan simple como el de amaos los unos a los otros, y pese a que la mayoría de las personas afirmaba conocerlo, entenderlo y seguirlo, a la vista de cómo iban las cosas, cualquiera podía ver que aquello no era cierto.

Sus pasos fueron haciéndose más lentos y cortos. La caja se le cayó de la mano, aunque dudaba de si él mismo la había dejado caer. Se agachó para recogerla y pensó una vez más en volver atrás, en intentarlo otro día.

Pero tras coger la caja y limpiarla con la palma de la mano para quitar la arena del suelo, reflexionó sobre la importancia de su cometido y continuó hacia delante.

Cuando Thomas llegó a Speaker' Corner, había ya algunos grupos de personas alrededor de los oradores habituales de cada domingo. Algunos de éstos estaban colocados sobre alguna escalera, otros sobre sillas. Thomas fue paseando entre cada uno de ellos...

el marxista, que ante la visible indiferencia del pequeño grupo que le rodeaba, o se limitaba a mirarle con curiosidad, gritaba sobre la situación en Colombia y exponía su teoría política y la necesidad de unirse a su causa; el orador que animaba a rechazar a la Iglesia para acercarse verdaderamente a Cristo; el que exponía su versión sobre el verdadero origen de la tierra...

Algunas personas discutían acaloradamente sobre otros temas, algo separados del resto de oradores. Thomas pensó que su discurso necesitaba llegar a sus oyentes sin interferencias, sin ruido alguno, así que se alejó unos pasos de aquel lugar.

Después de dudar entre uno u otro sitio de la zona, colocó por fin la caja azul en el suelo, cerca de la entrada de Marble Arch, y se subió sobre ella. Pero cuando iba a pronunciar la primera palabra de su discurso, una súbita angustia, acompañada del terror más grande que jamás había sentido recorrió todo su cuerpo, y fue incapaz de decir nada.

La gente que paseaba por el parque, o los turistas, le echaban una rápida mirada y después avanzaban hacia la zona común de los demás oradores, que seguían proclamando a voz en grito sus particulares verdades.

Thomas trató una y otra vez de hablar. Pero fue inútil. Una furtiva lágrima resbaló por su mal afeitada mejilla.

Sólo cuando se acercaba la noche, y el parque ya estaba vacío, encontró Thomas fuerzas para bajar de la caja. Se sentó sobre ésta y notó por primera vez, después de la más de cinco horas que había estado elevado en su improvisado podio, el fuerte viento que hacía y cómo el frío había hecho mella en cada una de las partes de su cuerpo.

En el camino a casa, torturado por su incapacidad para expresarse, lloraba ajeno al resto de los viajeros del metro, que tampoco le prestaban atención.

Thomas subió muy lentamente las escaleras, con gran esfuerzo. Al llegar a su rellano, la señora Flaherty abrió la puerta de su casa y encendió la luz de la escalera.

-Ah! Es usted señor Doe.

Thomas asintió con la cabeza.

- Parece usted cansado. ¿Le apetece tomar una taza de café? Le vendrá bien.

Thomas Doe miró detenidamente a la señora Flaherty, y en una fracción de segundo, comprendió la oportunidad que le estaban ofreciendo. Sonrió a la señora Flaherty y entró en su casa. Después de todo, lo más indicado sería probar su discurso ante aquella receptiva mujer, antes que entregarlo vanamente a cualquier oyente ocasional.
La señora Flaherty le ayudó a quitarse su abrigo, y después cerró la puerta.

1 comentario:

V dijo...

David, dejo constancia de que tu micro relato me ha ha parecido delicioso, estupendo, entrañable y con mucho contenido. Conciso pero a la vez de mensaje universal. "torturado por su capacidad de expresarse". Casi nada. No se si el apellido Doe tiene influencias de Frank Capra, tu sabrás. Un saludo.

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