Sólo el alba se movía en la quietud de aquel patio pequeño de prisión, el alba que traía la muerte del joven republicano que se enfrentaba con el pelotón de ejecución.
Los preparativos habían concluido. El grupo de oficiales se había apartado ya a un lado para presenciar el final, y ahora la escena era tensa y callada.
Los preparativos habían concluido. El grupo de oficiales se había apartado ya a un lado para presenciar el final, y ahora la escena era tensa y callada.
Hasta el último instante, los rebeldes habían esperado que llegase un indulto del Cuartel General, porque si bien el condenado era un enemigo de su causa, había sido en el pasado una figura popular en España, un brillante humorista que había contribuido generosamente a la diversión de sus compatriotas.
El oficial que mandaba el pelotón de ejecución lo conocía personalmente, y juntos se habían licenciado en la Universidad de Madrid, juntos habían trabajado para derrocar a la monarquía y el poder de la Iglesia. Juntos se habían divertido, juntos habían discutido por las noches alrededor de la mesa de un café, habían bromeado y reído, habían gozado noches de discusiones metafísicas. A veces habían debatido la dialéctica del gobierno. En aquel entonces, sus discrepancias eran amistosas, pero ahora las mismas habían provocado sufrimientos y conmociones a toda España, y habían traído a su amigo a morir ante el pelotón de ejecución.
Más ¿por qué recordar el pasado? ¿Por qué razonar? Desde el inicio de la guerra civil, ¿de qué servía la razón? En la quietud del pequeño patio de la cárcel, esas preguntas pasaban febrilmente por el cerebro del oficial.
No, debía olvidar el pasado. Sólo importaba el futuro. ¿El futuro...? Un mundo en el que faltarían muchos de sus antiguos amigos.
Esa madrugada se habían encontrado por primera vez desde el comienzo de la guerra. Sin haber cruzado una sola palabra. Sólo pasó entre ambos una leve sonrisa mientras se disponían a marchar hacia el patio de la cárcel.
Desde las sombras, las luces argentadas y rojas del alba se asomaron sobre el muro de la prisión e impulsaron un silencioso réquiem, con el mismo ritmo del silencio del patio, un ritmo que pulsaba en silencio, como el latido de un corazón. Surgiendo de ese silencio, la voz del oficial de mando resonó por los muros de la cárcel.
"¡Atención!"
Al oír la orden, seis subordinados se situaron firmes, con los rifles al costado, y se cuadraron. La unidad de esta acciónfue seguida por una pausa, tras la que se daría la próxima orden.
Pero en esa pausa ocurrió algo que, algo que rompió el ritmo. El condenado tosió y se aclaró la garganta. Y esa interrupción quebrantó la continuidad del procedimiento.
El oficial se volvió, esperando que el condenado hablase, pero éste nada dijo. El oficial se volvió de nuevo hacia sus hombres y estuvo a punto de dar la próxima orden, pero de repente se adueñó de su cerebro una súbita rebeldía, como una amnesia psíquica dejó su mente en blanco. Quedó desconcertado ante sus hombres. ¿Qué ocurría? La escena en el patio de la prisión carecía de sentido. Vio esa escena objetivamente: un hombre, con la espalda contra el muro, frente a otros seis. Y el grupo, no muy lejos, qué tonto parecía, era como una hilera de relojes que repentinamente hubiesen dejado de funcionar. Nadie se movía. Nada tenía sentido. Algo andaba mal. Tal vez fuese un sueño y él tendría que despertar.
Confusamente, le volvió la memoria. ¿Cuánto tiempo llevaba allí parado? ¿Qué había sucedido? Ah, sí, acababa de dar una orden, pero ¿cuál debía ser la siguiente?
Después de "¡Atención!" venía la orden "¡Presenten armas!" y luego "¡Apunten!" y finalmente "¡Fuego!". Un vago concepto de todo esto seguía en el fondo de su cerebro, pero las palabras parecían muy lejanas... vagas, ajenas...
En esta confusión, gritó de modo incoherente, con palabras balbucientes carentes de sentido. Pero, ante su gran alivio, los soldados presentaron armas. El ritmo de su acción se comunicó a su cerebro y volvió a gritar. Los soldados apuntaron.
En la leve pausa que siguió, resonaron en el patio pasos apresurados. El oficial supo que llegaba el indulto. Instantáneamente su cerebro se aclaró.
"¡Deteneos!", gritó al instante al pelotón.
Seis soldados mantenían apuntados sus fusiles. Seis hombres estaban apretados por el ritmo. Seis hombres que cuando oyeron el grito de "¡Deteneos!", dispararon.
Este cuento fue escrito por el individuo que personificó el cine desde sus inicios hasta casi el final del siglo XX... Yo lo he extraído del libro Charles Chaplin de William C. Taylor (un estupendo libro a pesar de su peculiar maquetación), en el que me parece que no consta nombre alguno del traductor. Así pues, tirón de orejas para la casa editora: Ultramar. Y no hace falta añadir... Sin copyrigth, pero con honorable fin.
3 comentarios:
Pues me alegra que Ultramar se olvidase el copyright y hayas podido descubrirnos esta historia.
Saludos
si os fijais tiene las características de una narración chapliniana, dentro de un contexto dramático exponer cierta ironía, con algunos aspectos cómicos. CHaplin era bueno escribiendo, haciendo películas, entendiendo el mundo..... me quito el sombrero. YO habia leído este cuento en un libro llamado "Charlie Chaplin y su arte" no recuerdo el autor
paso de casualidad por acá porque yo también incluí este cuento hace muchos años... me alegra que lo hayas puesto entonces, tenemos una entrada en común... algo es algo...
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