Para construir la plaza, el alcalde de aquella ínclita ciudad no vaciló en adjudicar el proyecto al arquitecto más conocido y con el presupuesto más abultado de entre todas las propuestas presentadas.
El arquitecto, que era un artista, y como tal diseñaba lo que emanaba de su interior según constaba en algún medio impreso, sólo puso tres condiciones, las cuales fueron rápidamente aceptadas por el municipio.
Así, la plaza, tan necesitada por la gente ubicada en sus alrededores, una vez terminada su construcción, carecería de bancos para sentarse, de juegos o columpios para niños, de fuentes, y por supuesto, de papelera alguna que pudiera mancillar la visión de tan ilustre arquitecto.
La plaza, de diseño duro, según reflejaba la prensa en sus noticias, sólo dispondría, en el centro, de un obelisco de diecinueve metros de altura, tres metros más alto que el que otro conocido arquitecto, inglés en esta ocasión, había diseñado para la plaza de otra ciudad.
El arquitecto estaba satisfecho. No sólo su pilar iba a ser más alto que el de su competidor, sino que sabía que al inglés le habían obligado a colocar bancos, farolas y unos horribles juegos infantiles que rompían toda la armonía que había buscado en su creación. Pero a él no le iba a pasar eso. Si Ayn Rand viviera, no le quedaría más remedio que bautizar de nuevo a Howard Roark. El arquitecto se sentía muy contento.
Y según los comentarios que se desprendían de la alcaldía, los ciudadanos también podían estar satisfechos, ya que la plaza contribuiría a dar un impulso no sólo al barrio en el que iba a construirse, sino a toda la ciudad.
Una vez que estuvo terminada, el día de la inaguración todos los medios de comunicación señalaron la brillante genialidad del arquitecto y el buen hacer del municipio. Así, todos se felicitaron mutuamente por la labor realizada y el arquitecto posó sonriente en una foto al lado de su genial obra.
Pero después de que el arquitecto se hubiera olvidado de la plaza, embarcado como se encontraba en la remodelación de un viejo teatro, buscando desesperadamente un lugar en el que colocar un obelisco, en esta ocasión de veinticinco metros de altura, dentro, o en las cercanías del teatro; después de que el Ayuntamiento diera por zanjado el tema de la plaza tras tres años de largas gestiones; después de que se hubiera desmontado la última caseta que ocupaban los albañiles; después de la inauguración y los reportajes; después de todo esto, quedó la plaza.
Una plaza que al no disponer de papeleras, la gente llenaba continuamente de basuras cuando la atravesaba. Una plaza en la que nadie encontraba un lugar para sentarse y por eso estaba la mayor parte de los días vacía, excepto las noches en las que los jóvenes la ocupaban con sus botellas, que quedaban expuestas con algún que otro resto orgánico a la vista de los más madrugadores.
También dejaba de estar vacía cuando algunos vagabundos, siempre jóvenes de espíritu, se juntaban a altas horas de la noche para pasar una alegre velada, de la que dejaban constancia con los restos de sus acampadas nocturnas: cajas, cartones o la necesidades cotidianas que tanto apremian en ocasiones.
Una plaza sin gritos de niños que jugaran en su interior, jubilados que pudieran sentarse para charlar un rato, o sin un mínimo atractivo para los habitantes que vivían en sus cercanías, si exceptuamos a los que pintaron con grafiti cuanto pudieron del obelisco, y cómo no, a los dueños de perros que no veían ningún problema en que sus mascotas pudiesen usar todo el espacio de la plaza para hacer aquello que, suponemos, no les permitían hacer en sus hogares.
En unos pocos años, la plaza se había deteriorado enormemente. El Ayuntamiento comenzó a recibir quejas y protestas de los vecinos de alrededor, que no veían ninguna utilidad al hecho de tener un espacio semejante tan desaprovechado, y no compartían la visión del ilustre arquitecto, o tal vez se habían cansado de ella.
El Ayuntamiento decidió tomar las medidas oportunas, y llamó al arquitecto, quien tuvo que verse obligado a venir del extranjero, donde trabajaba en el diseño de un gran centro comercial con su consabido obelisco, esta vez de treinta metros de altura.
El arquitecto contempló con gran pesar el uso que se había dado a su plaza, y se dejó fotografiar en compañía del alcalde cerca del obelisco y en otros puntos de la plaza, en una imágenes en las que se podían ver las evidentes muestras de dolor sobre sus rostros.
Ambos hombres comprendieron que no se habían hecho bien las cosas, pero que no era tarde para arreglar aquello, y el alcalde pude comunicar con gran satisfacción por su parte que el arquitecto se iba a encargar de todo, por un mínimo coste para el municipio.
A una rápida restauración del obelisco y una limpieza general de la plaza, le siguió, tres semanas después, la construcción de una valla metálica diseñada por el arquitecto con dos puertas custodiadas permanentemente a los extremos.
El número de personas que atravesaba la plaza disminuyó en gran medida, y el de sus habitantes nocturnos cesó por completo.
El arquitecto volvió a ser feliz, y pudo centrarse de nuevo en sus obeliscos.
6 comentarios:
Una realidad constante en las ciudades actualmente.
El hombre debía de tener cierto complejo, por aquello de los obeliscos.
Me gusta muchísimo el relato, relato que es una realidad. La inutilidad de muchos proyectos, el ansia de notoriedad y la enanez mental de muchos promotores de ayuntamientos patrios es algo muy frecuente entre la ilustre galería de algunos de nuestros munícipes.
Lo de algunos "artistas" es harina de otro costal.
Querido David, el fleje que ya tienes de magníficos relatos se pueden presentar con todo orgullo en cualquier competición literaria.
No dejes que nada te distraiga de tu tecleteo creativo.
Un abrazote.
Un relato urbano muy bueno y realista. Recuerdo que de pequeño, mi abuelo ya me contaba que antes la vida del pueblo se hacía en la plaza del mismo, a la sombra del enorme árbol que allí había, y la gente hablaba y los niños jugaban y las noches de verano tocaba la orquesta... Ahora el pueblo está casi despoblado, el árbol se dejó morir y se sustituyó por la estatua de no sé qué alcaldde de la región y como en el relato, ya casi nadie va hasta la plaza.
Una lástima que se pierda la romántica idea del punto de asamblea y vida.
Saludos, amigo David
Devolviendo regalo:
http://neuronasasesinas.blogspot.com/2010/01/vuelve-sophia.html
Esto me ha recordado una historia que leí sobre el ínclito Javier Mariscal.
Por lo visto, se le encargó diseñar una escultura para la Plaza Cerdá de Barcelona (para los que no conozcais el lugar: una enorme rotonda on varios carriles de circulación. Como es habitual en él, Mariscal cogió un edding gordote e hizo cuatro rayujos mal hechos sobre una foto de la plaza.
El "diseño" se pasó a unos ingenieros que, tras examinarlo, dijeron que a la "escultura" habría que añadirle unos cables aquí y allá, ya que el diseño original no era lo que se dice, muy estable, y que sólo faltaría que un dia de viento el mamotreto se desplomara en un momento dado sobre un camión cisterna transportando queroseno...
Pues va Mariscal y dice que esos cables alterarían su diseño (para él los cables eran "rayicas", ya ves)...y que lo hacen tal cual o no lo hacen.
Por suerte, decidieron respetar la integridad del artista y la "escultura" no se llevó a cabo, gracias a lo cual si he de pasar por al plaza cerdá en coche paso mucho más tranquila...
Muy buena historia, Gloria. A mí hay cosas de Mariscal que me gustan, que conste. Pero bueno, me gusta más tu "tranquilidad". Un saludo.
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