Siendo anciano, Sun Yao decidió realizar un largo viaje para asistir a las exequias del Rey Shan. Los sirvientes de su casa se afanaban nerviosos en los preparativos, pues aunque sabían que su señor apreciaba al Rey Shan que fue y deseaba honrarle, no ignoraban que el camino, además de largo y duro, acompañaba riesgos, porque no era tiempo de paz.
Para el viaje, Sun Yao ordenó preparar dos carros, los cuales serían tirados por cuatro caballos, provisiones suficientes para dos semanas, y doce de los mejores soldados de su casa que junto a media docena de sus sirviente principales había seleccionado para la ocasión.
Partieron antes de que el sol saliera. Tzu-Yu, capitán de la escolta, sugirió a su señor dos altos en el viaje por día, y que los soldados fueran alternándose para vigilar el cmaino, y así decidir cuál tomar para evitar el peligro si era posible. Cosas todas estas que a Sun Yao le parecieron adecuadas, y ordenó cumplir.
Durante los tres primeros días no hubo problema alguno. Sin embargo, el cuarto día, el caballo del soldado escogido para vigilar el camino, volvió sin dueño.
El miedo se paseó entre el séquito de Sun Yao, que a sugerencia de su capitán, mandó a tres de sus guerreros para que averiguaran qué le había ocurrido al primero.
No pasó mucho tiempo antes de que volvieran sólo dos, contando que una emboscada de ladrones había caído sobre ellos en un estrecho desfiladero a poca distancia de donde se encontraban, donde murió uno de ellos, y suponían que también el primer soldado, ya que habían visto su espada empuñada por uno de los ladrones.
El viejo Sun Yao preguntó al capitán qué podían hacer, ya que dar marcha atrás o buscar otro camino suponía una pérdida de varios días, y seguir comprometía sus vidas. Se decidió que lo más adecuado era descansar esa noche allí, y proseguir el camino a primera hora del siguiente día, atravesando el desfiladero lo más rápido que los caballos pudieran dar de sí, y esperando encontrar dormidos a los bandidos.
Sun Yao, que sabía del miedo de sus sirvientes, decidió que estos volvieran a casa y continuar el camino únicamente con la compañía de su escolta. Tzu-Yu no compartía ese pensamiento, ya que esperaba que los sirvientes pudieran ayudar de algún modo en el inevitable enfrentamiento con los ladrones del desfiladero, y así se lo hizo saber a su señor.
Sun Yao le respondió: Ellos no han sido educados en el arte de la guerra, al contrario que tus soldados. Desean servir a su señor, no morir por él. Y yo no deseo acompañar lo poco que me resta de vida con el recuerdo de sus muertes.
Cuando aún no había empezado el día, los sirvientes se despidieron con gran pesar de su señor, pues éste siempre había sido justo con ellos, y no confiaban en volver a verlo con vida.
Sun Yao montó en su caballo, y rodeado por toda su escolta, con el capitán Tzu-Yu en cabeza, dio la orden de avanzar al galope.
Al llegar al desfiladero, una lluvia de flechas se abatió sobre ellos. Varios soldados cayeron, y a pesar de que por medio de la espada lograron abrirse camino entre aquellos ladrones que bajaron a pie para derribarlos de sus monturas, una barricada les cerró el paso al final del desfiladero, obligándoles a retroceder.
Tzu-Yu ordenó bajar de los caballos, y espada en mano esperó a que los ladrones llegaran mientras sus soldados apartaban con premura los troncos y piedras que impedían el paso a los caballos. Tres guerreros más cayeron antes de que el grupo pudiera escapar de tan mortal paso montañoso.
Aquella noche, Sun Yao lamentó profundamente la pérdida de esos hombres y decidió que desde aquel día sólo él continuaría el viaje. Tzu-Yu y los cinco soldados que quedaban se opusieron e insistieron en que su deber era conducir a su señor hasta el reino de Shan, y volver con él si así el destino lo quería.
Pero el señor de la casa de Yao, aprovechando un descuido del soldado de guardia y que el resto de los soldados dormían, se adentró en el bosque sin más compañía que la del cielo sobre su persona.
Cuando el capitán Tzu-Yu se dio cuenta de lo ocurrido envió a sus hombres en varias direcciones con la orden de buscar y proteger a su señor durante el viaje.
Fácil es suprimir las huellas, pero difícil es caminar sin pisar el suelo. Y así, pese a la astucia del viejo Sun Yao, Tzu-Yu encontró el rastro de su señor y fue a su encuentro.
Cuando lo halló, éste descansaba bajo un árbol.
Sun Yao dijo: Habéis venido a mi encuentro, a pesar de lo que ayer sugerí y de lo que he hecho esta noche.
Tzu-Yu contestó: Era mi deber, señor.
Sun Yao continuó: A medida que han pasado los días desde que supe que el Rey Shan había muerto, he ido comprendiendo que éste iba a ser mi último viaje, y con ello, que debía hacerlo solo. Pero usted, mi capitán, se empeña en acompañarme, a pesar de mis órdenes.
El capitán dijo: Mi señor debió conocer la naturaleza de este viaje antes de haberlo emprendido. Ahora, me temo que tendré que acompañarle hasta el final, pues ése es mi deber y también mi obligación.
Sun Yao dijo: Que así sea, entonces.
Dos días después, y a pesar de todos los intentos del capitán por evitar los peligros del camino y de encontrarse a pocas horas del castillo de Shan, tuvieron un inesperado encuentro con soldados enemigos. Cinco guerreros cayeron por mano del capitán antes de que alguno pudiera alcanzar a su señor. Después, Sun Yao y su fiel capitán sucumbieron ante el mayor número de sus adversarios.
1 comentario:
Fue un largo y tortuoso camino con el final que debía tener. Ahora se me ocurra escuchar "The long and winding road".
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