jueves, 24 de noviembre de 2011

LA ENTREVISTA DE TRABAJO/ Abejas de cristal I

Imaginad que tenéis una entrevista de trabajo para la empresa del señor Zapparoni, quien vendría a ser algo así como  Walt Disney, Rockefeller, Steve Jobs y Bill Gates reunidos en uno. 
El señor Zapparoni se dedica al lucrativo negocio de los robots, que emplea en diferentes ámbitos;  industriales, domésticos, de ocio (sus películas con autómatas arrasan en taquilla).

No es sólo pionero en este campo, sino dueño y señor en el desarrollo de autómatas.   
Asistís a la cita sabiendo que el anterior candidato al puesto no fue seleccionado,  y ha "desaparecido", pero vuestra situación económica no es que sea muy boyante (estamos en época de crisis) y  sabéis que trabajar en las empresas de Zapparoni  podría terminar de una vez para siempre con el  problema de llegar a final de mes. 

Lo más curioso e increíble es que os llevan a la residencia personal de este empresario-creador-artista (escoged el término que prefiráis) y  él mismo  en persona es quien os hace algunas preguntas antes de salir un momento mientras os deja esperando en su enorme jardín.  Y allí, mientras estáis observando con los prismáticos de la mesa los terrenos de vuestro posible jefe, descubrís una oreja cortada (sí, como en Terciopelo azul). Pero eso no es lo más sorprendente, pues al momento comprobáis que no es una oreja cortada lo que hay allí, sino docenas de orejas cortadas. 

Eso es lo que le ocurre al capitán Richard, antiguo oficial de caballería que no se resigna a convertirse en un anacronismo con la aparición de los tanques y las nuevas tecnologías. Tal vez pueda interesaros conocer lo que pensaba en aquella situación.

"Antes, en casos como éste, la primera idea - que era, además, la más adecuada - consistía en efectuar una denuncia. Cualquiera que hubiese llevado a cabo un hallazgo horrible durante un paseo por el bosque, habría procedido de esa manera; uno telefoneaba a la comisaría más cercana. Excluí esa idea desde el primer momento. Habían pasado los años durante los cuales había gustado de las exhibiciones. Denunciar a Zapparoni ante la policía equivalía más o menos a denunciar a Poncio ante Pilatos, y podía apostar doble contra sencillo a que al fin sería yo quien desaparecería esa misma noche tras las rejas en calidad de cortador de orejas. Sería un festín para las ediciones nocturnas. No, algo así sólo podía aconsejarlo quien se hubiese pasado soñando treinta años de guerra civil. Las palabras habían cambiado de sentido; tampoco la policía era ya la policía.

Por lo demás, y volviendo a nuestro paseante, este, aún hoy, denunciaría el hallazgo de una oreja.

Pero, ¿qué ocurriría si llegase a una zona del bosque en la cual hubiese dispersas orejas en cantidad, como si de setas se tratara? Apuesto a que en ese caso saldría de allí de puntillas. Tal vez ni su mejor amigo - más aún, ni siquiera su mujer - llegarían a enterarse del hallazgo. En este sentido, somos clarividentes.
"No hagas caso del hallazgo", era el principio según el cual cabía proceder en este caso.  Sin embargo, eso me ponía en otro peligro. Habría pasado por alto una vileza, omitiendo mis deberes para con el prójimo, que se me imponían palpablemente. De ahí a la inhumanidad no hay más que un paso. Tal vez fuese esa la intención. Se me quería arrastrar a un secreto ignominioso, primero como testigo y enseguida como cómplice. 

La situación era escabrosa en cualquier caso, tanto si respondía con la acción como si respondía con la inacción.  Lo mejor que podía hacer era actuar según el consejo que había oído una vez en un café de Viena. "De entrada, ignorarlo todo", rezaba. 

También en ese caso las perspectivas eran desagradables. Zapparoni podía fracasar, ir a la bancarrota. No sería el primer superhombre que desapareciera de esa manera. Lo que yo había visto en su jardín se parecía más a un ensayo de movilización que a la exhibición del muestrario de una firma a escala mundial. Podía tener un mal fin, y en tal caso se alzaría una tempestad de indignación en la cual quienes se hallaban sentados hoy en un rincón seguro rivalizarían con quienes habían esparcido incienso al paso del poderoso Zapparoni. Los unos querrían resarcirse y los otros disculparse. Pero todos esos pingüinos estarían de acuerdo en lo referente al caso del Capitán de Caballería degenerado que había estado involucrado en el escándalo de las orejas cortadas. "No vio ni oyó nada... El caso clásico", diría el presidente, y, por encima de los blancos chalecos asentirían las cabezas de los asistentes. "

Extraído de Abejas de cristal de Ernst Jünger. Traducción (o versión más bien, según aparece en el libro) de L.M .



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